LA NACION
La nación pertenece al orden natural. Es naturaleza. Su origen está en la familia misma, que trasciende, inicialmente, al clan y a la tribu, por una acción cuantitativa, hasta devenir concretamente en "nación". Por natural, entendemos lo que le ha sido "dado" al hombre; por histórico, lo que está en el mundo de las decisiones humanas. Lo que el hombre no puede cambiar, es naturaleza, en lo que puede influir, es historia. Lo que el hombre crea, es cultura.
En su inicio pues, la nación representa una unidad racial y la convivencia de las familias que la integran, en un mismo lugar. Por consiguiente, en la idea de nación, están implícitos el mismo origen y el mismo paisaje, o sea, una raza armonizada plenamente en su raíz biológica y en su adaptación telúrica.
En realidad, las naciones son agrupaciones de grandes ramas consanguíneas. Aún en los países que han sufrido grandes procesos migratorios, esto vuelve a ser una realidad al cabo de cierto tiempo. Un hombre, a través de veinte generaciones, tiene más de quinientos mil antepasados. Si una región, hace cuatrocientos años, tenía cien mil habitantes y no ha sufrido introducción de elementos foráneos de cierta importancia numérica, virtualmente los habitantes actuales son todos parientes consanguíneos entre si.
Todos los elementos en conjunto: unidad de raza, influencia del paisaje, adaptación vital al medio ambiente y evolución cuantitativa que se traducirá en una heterogeneidad cada vez mayor y más compleja del ser nacional, darán definitivamente el fenómeno "nación", cuya característica distintiva será el "temperamento" nacional, más preciso que las características somáticas, y más rápido que éstas en adquirirse y definirse.
Este fenómeno natural que es la nación, puede sufrir -y generalmente sufre- modificaciones en su ser genuino. Tanto el paisaje, con su tan íntima y directa influencia sobre la raza, como la raza misma, pueden cambiar o variar por causas naturales o históricas.
Cuando se pierde momentáneamente la unidad consanguínea, el paisaje vuelve a adquirir su importancia como forjador de razas, aunque su influencia, casi imperceptible para nosotros por su lentitud, provocará las consiguientes crisis en la evolución del ser nacional.
Cuando, además de quebrada momentáneamente la unidad consanguínea, no exista la fijeza o la unidad en el paisaje, la nación perdurará, no obstante, como tal, en virtud de un nexo psicológico: la voluntad de ser nación, que es al comienzo una necesidad de la vida común, y que luego, en etapas más evolucionadas en sentido de madurez -nunca de perfección- deviene sutilmente en poderosa idealización que llegará a crear en los individuos, nada menos que una jerarquía de valores.
A medida que el ser nacional evoluciona cuantitativamente, se opera una inversión, en orden de importancia, de sus elementos constituyentes. De la raza armonizada con el paisaje y tenuemente vinculada por el nexo psicológico -casi innecesario entonces- se pasa al nexo psicológico como factor principal de la constitución de la nación. Y tanto que, a veces, llega a ser absoluto y único, ya que puede darse el caso de que no exista, en un momento histórico determinado, la unidad racial y de que haya desaparecido el paisaje, por el cambio del paisaje o la variedad del mismo dentro del propio territorio y no obstante, la nación subsista y conserve intactas sus posibilidades de viabilidad.
Pocas son las naciones que han podido conservar cierto grado de pureza racial, no de unidad racial, esta sí, fácil de lograr y de conservar. Las migraciones, por causas bélicas, económicas, religiosas o políticas, han alterado permanentemente, en un constante fluctuar histórico, la pureza de las razas. La migración, en quienes emigran, implica asimismo el cambio de paisaje. En cuanto a la ausencia de paisaje -y que por su misma ausencia crea un influencia de carácter psicológico que reemplaza la específica de carácter telúrico- aparece sólo en ciertas expresiones excepcionales de "nomadismo cultural", de las cuales son una grotesca supervivencia -inclusive por su desconexión con el tiempo- las tribus gitanas. El mismo caso se da aunque con caracteres peculiarismos, en el pueblo judío y, desde luego, con mucha mayor nocuidad para las naciones que lo albergan. Más adelante veremos los problemas conexos que presentan en la actualidad, la supertécnica, la superpoblación, y conjugado con estos dos factores, el predominio nocivo de las grandes urbes sobre el espíritu de la tierra. Naturalmente, usamos el término de "raza" en su sentido habitual y convencional y no dentro del rigor científico.
Este nexo psicológico que en su inicio es simplemente un claro instinto gregario, no sólo participa de la necesidad y conveniencia de vivir en común, no sólo es un sentimiento de pertenecer a la comunidad nacional, sino que se traduce principalmente en una voluntad de pertenecer a la comunidad nacional omo ésta es y de conservarla como tal en su auténtico ser genuino, de tal manera que este nexo, para nosotros aparentemente psicológico tan sólo, llegará a constituir una ley de fidelidad específica.
La pertenencia del individuo a la nación es de carácter ineludible e inevitable como la sangre misma.En el prístino sentido de la palabra, se halla claramente expresado este concepto de origen, de filiación irreversible: nación de "nasce", nacimiento.
El "hacerce" de una nación, no está en contradicción con lo dicho. Ya que el "hacerse histórico", en el sentido de Ortega y Gasset, es un hacerse sobre una base natural. El "hacerse" deriva del "ser".
Y no solamente el hombre no podrá dejar de pertenecer a la nación, sino que tofo lo humano, todo lo que sea un producto o un producirse humano, será necesaria e ineludiblemente nacional.
EL ESTADO
En todo lo gregario, existe la necesidad de un orden, que, a su vez, requiere la presencia de un poder para su mantenimiento.
La necesidad de este orden responde a tres claras finalidades: la justicia, para la cohesión interna; la economía, para la perdurabilidad biológica y la defensa, para la supervivencia.En el mismo inicio del existir nacional, surgen “usanzas”, “costumbres”, que son aceptadas o consentidas por el común y cuya validez de conveniencia es universalmente reconocida. El poder –cualquiera sea la forma con que actúe o el órgano en el que se personifique- ejercido en función de la costumbre, surge espontánea y simultáneamente y se identifica, en ese primer instante histórico, con el concepto de “autoridad”.
Es entonces que nos hallamos ya, en presencia del “estado”, en sus caracteres más elementales pero suficientemente expresivos.
La costumbre, que está originada en motivos pragmáticos, pues nace de la necesidad y se dirige al bien común, es, en realidad, un “habito” del organismo social, en el estricto sentido filosófico del término. En etapas más evolucionadas, la costumbre deviene en ley. Y lo que caracteriza principalmente al estado, es la presencia de la ley, expresión cuasi-cultural del fenómeno histórico que es la costumbre. En virtud de la ley, el estado adquiere una personalidad, una individualidad propia y distinta.
Cuando el poder es ejercido fielmente, en función de la ley, deja de ser mero “poder” para convertirse en “autoridad”.
Pero el estado, que en su inicio parecía ser de origen natural –tan natural como la organización de una colmena- y que pertenece normalmente al orden histórico, llega, en ciertos momentos críticos de a vida nacional, a pertenecer exclusivamente al orden cultural.
Diríamos que el estado es una forma que corresponde a la corporeidad que representa la nación.
Cuando esta forma está determinada por los lineamientos generacionales de la corporeidad nacional, el estado es un fenómeno histórico- y obra en el sentido de la autenticidad del ser nacional.
Es lo que, co menos claridad, tortuosamente y en cierto modo tomando causa por efecto, trata de expresar Spengler cuando dice: “Un pueblo está en forma cuando constituye u estado”.
Cuando es una forma artificial que no coincide o no corresponde a la realidad corporal de la nación, es un fenómeno estrictamente cultural y obra en un sentido de adulteración del ser genuino.
Es decir, que cuando la estructura del estado es el producto de puras causas históricas; cuando es el producto de la auténtica evolución institucional de un pueblo, no ofrece problemas. En cambio, cuando esta estructura responde obedece a imposiciones “racionales” de “teorías” que contradicen al ser genuino, se origina el divorcio entre la nación y el estado, a consecuencia de lo cual se produce un fenómeno de carácter histórico, por el cual, o bien el estado altera o aniquila a la nación, dando lugar en todos los casos a una nación nueva y distinta, o bien la nación destruye al estado antinacional y recrea la legítima estructura del estado, que permitirá el auténtico existir de la nación.
EL estado, únicamente como fenómeno cultural, no puede alterar o destruir a la nación. Sólo puede hacerlo mediatamente, cuando llega a producir causas naturales o históricas. Si no llega a producirlas, el estado nacional es en realidad una pseudo forma, debajo de cuya aparente estructura, subsisten intactas las autenticas vivencias nacionales.
La lucha entre el estado como fenómeno histórico y el estado como fenómeno cultural, engendra la teoría del derecho.
De la alteración de los verdaderos caracteres de la ley (cuyo principal es la aceptación o consentimiento de la comunidad nacional); de la diferencia entre el concepto de “poder” y el de “autoridad” y de la degeneración del estado como fenómeno histórico, en el estado como fenómeno cultural, surgen los problemas que van a dar origen, como reacción de solución histórica, a ciertas expresiones particularísimas y circunstanciales del nacionalismo.
EL NACIONALISMO
El eje de la filosofía nacionalista, es la premisa de que toda nación tiene un ser genuino y que toda la dinámica de su evolución, debe estar destinada –últimamente- al desarrollo legítimo –en el sentido de fidelidad- de este ser genuino.
A su vez, este ser genuino, se traduce en un existir esencial y en un existir formal. Es decir, en una evolución natural de la comunidad política implícita en la nación y en una coetánea evolución institucional. Ambas son el producto del ser genuino. Se influyen recíprocamente entre sí y a su vez, influyen reflexivamente sobre aquél.
Los problemas y conflictos que se derivan de estas circunstancias son permanentes. Han existido siempre aunque condicionados, como es lógico, a las circunstancias históricas. Van ceñidos estrictamente a todas las características sociológicas y están determinados, en primer lugar, por la naturaleza religiosa y biológica de cada ser nacional y luego por las influencias espirituales y culturales por un lado, y por las formas institucionales del derecho público y privado por el otro.
El conflicto cardinal surge cuando estas evoluciones son deformadas caprichosamente por propósitos o intereses ajenos al ser nacional. Entre estos propósitos figuran, por ejemplo, la subordinación del ser nacional a “teorías” institucionales extrañas, como en el caso de la Argentina en 1853; a intereses dinásticos, como en el caso de los Habsburgos, no sólo al dificultar la unificación de Alemania, sino y principalmente, en cuanto intentaron la desgermanización de Austria; a la influencia de minorías que no se integran en las naciones que las albergan; a la simple penetración imperial o al predominio liso y llanamente extranjeros, como en el caso de Flandes afrancesado o Polonia rusificada.
La naturaleza religiosa y biológica, obra en el sentido de la autenticidad, siempre inequívocamente, ya que, como acertadamente dice Belloc, “el tono y carácter de toda sociedad proceden en último término de su filosofía activa: esto es de su religión”. En cambio, las influencias culturales y las formas institucionales, pueden obrar, a veces, en el más peligroso sentido de contradicción, o con toda precisión, podríamos decir, en un sentido de “sofisticidad” del ser genuino de la nación.
Dentro del mundo llamado “occidental” las influencias culturales han sido más características de la época moderna y ello se debe a que nunca, las ideologías, las corrientes espirituales y artísticas y las formas institucionales, has tenido un origen más “teorético”, más “racional”, más “desarraigado”, que en los últimos tiempos. De manera que, a través de minorías de intelectuales, lejanos y aún divorciados del espíritu del país; ajenos –dentro de lo relativo de esta posibilidad- a sus comunidades nacionales, las expresiones culturales y las instituciones de derecho, han sido creaciones “artificiales” de los individuos menos nacionales, y aparecen impuestas a la nación, con el resultado, consciente o no, de subordinar su acción, no al ser genuino, como sería el proceso auténtico, sino a otros propósitos, de distinta naturaleza, pero siempre extranacionales.
Frente a esto, el nacionalismo aparece como tendencia espontánea orgánica, casi como el instinto de conservación de la vida en el individuo, o mas acertadamente, la conservación de su personalidad, de su concepción del mundo, de lo que él considera su goce de la vida, su particular idea de la felicidad, en suma, la libertad de su sujeción. Naturalmente que hay individuos que pierden su personalidad, o que se suicidan, y hay naciones que también se suicidan, o deslíen su personalidad, o varían en una gigantesca anormalidad social.
Por eso, la fuerza del nacionalismo en un pueblo, depende de su salud, de su estar en forma. Y en crisis supremas en que parecen perderse, muchos pueblos sacan reacciones insospechadas y se dan los fenómenos extremos del nacionalismo: el más nítido de ellos, la conquista del estado para preservar, a través de éste, la vida de la nación.
Si la nación es una protoforma, el nacionalismo es la sana intención de que ésta permanezca dentro de dicha protoforma.
La nación es naturaleza, pero el nacionalismo, como excepcional movilización del alma, puede ser historia en instantes decisivos. Cuando la nación está sana, el nacionalismo es consubstancial con ella, es instintivo, pero cuando no, surge el nacionalismo no ya como un suceder, espontáneo y fluente, sino como un volver a ser deliberado y volitivo; el fenómeno natural se hace fenómeno histórico.
Claramente pues, la intención del pueblo de permanecer fiel a la nación, fiel a la personalidad nacional, fiel al ser genuino de la nación, es lo que constituye el nacionalismo.
Fragmentos del libro "Universalidad del Nacionalismo", de Emilio Juan Samyn Duco
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